lunes, 6 de abril de 2015

UN VIAJE A HUELVA en el 2003



CORRESPONSAL: Eugenio Climent





1. El paisaje

Después de varios cientos de kilómetros de autovía, recta y monótona, la entrada a Andalucía es un auténtico tobogán: en el desfiladero de Despeñaperros, de impresionantes paredes, se suceden las curvas pronunciadas y las pendientes fuertes. Una ruptura tan marcada, que coge de sorpresa, sólo puede servir para alertar al viajero de que entra en otro territorio.
Terminada la bajada se extiende, hasta donde la vista alcanza, un paisaje de colinas llenas de olivos geométricamente alineados. La Depresión del Guadalquivir no es una llanura tabular, con niveles y escalones bien marcados, como la Meseta, sino una llanura ondulada que se va alisando paulatinamente de este a oeste hasta convertirse, más allá de Sevilla, en un plano horizontal.

La costa de Huelva es distinta a todas las que conocía: en primera línea, batida por las olas y sometida a mareas pronunciadas, está la playa, una única playa larga, sólo interrumpida por las desembocaduras de los ríos. La arena está salpicada de conchas que las mareas empujan a tierra, escudos ya inservibles de moluscos, que el mar debe criar en cantidades inmensas, a juzgar por la enorme cantidad de restos que hieren los pies de quienes se atreven a andar descalzos por la arena. Cuando al atardecer los bañistas se retiran de las playas las gaviotas ensayan la pesca lanzándose desde varios metros de altura en picado al mar, de donde salen en vuelo rasante con su captura en el pico (cuando hay suerte).

Detrás de la playa hay un cordón de dunas, parcialmente colonizadas por la vegetación: cardos, retamas, enebros, jaras y otros arbustos, coronados por pinos piñoneros, de tronco alto y copa redonda, como una sombrilla. Hay una lucha evidente: las plantas, adaptadas a vivir con la estrechez de recursos que ofrecen las arenas, intentan inmovilizar las dunas con sus raíces, que funcionan como redes que sujetan el terreno, pero el viento del mar empuja la arena hacia el interior persistentemente; en algunos lugares se ven pinos semienterrados, atestiguando la dureza de esta lucha, su larga duración y su incierto resultado.
Las carreteras están trazadas, por lo general, detrás del cordón de dunas, lejos de esta pugna, de manera que, a diferencia de otras zonas de España, quien viaja por la costa rara vez ve el mar, aunque se encuentra a pocos metros de él (como ocurre, por ejemplo, entre Isla Cristina y La Antilla o entre Mazagón y Matalascañas). Cuando los ingenieros torpes, quizá impulsados por los políticos listos, han construido la carretera por delante de las dunas (como ocurre entre las playas de la Bota y el Portil, en Punta Umbría), los coches son avisados de peligro de deslizamiento, pero no por el hielo, sino por la arena que invade la carretera.
La invisibilidad del mar, no obstante, queda compensada por el conjunto que ofrecen el azul del cielo, el verde de los pinos y el blanco ceniciento de la arena.

Por detrás del cordón de dunas se extiende la marisma: un terreno liso en el que el agua y la tierra están completamente imbricados: los ríos y arroyos aportan agua dulce y lodos que se van acumulando en las desembocaduras, ganándole terreno al mar, que contraataca cuando sube la marea aportando agua salada. Esta otra lucha la gana la tierra: la ley de la gravedad juega a su favor. Hay pruebas sobradas del retroceso del mar:
-         Las marismas del Guadalquivir, donde se ubica el Parque Nacional del Coto de Doñana, eran en época romana un lago o albufera.
-         Colón inició el viaje del descubrimiento de América en el puerto de Palos de la Frontera, que hoy se encuentra muy lejos del río Tinto (aguas arriba del cual, por cierto, está San Juan del Puerto: ¿Acaso el nombre indica la existencia en otros tiempos de un puerto practicable?).
-         Isla Cristina en el siglo XVIII respondía a lo que su nombre indica. Ya no es una isla, pero se nota que lo fue: nada más atravesar Pozo del Camino la carretera parece un pasillo flotante tendido en la marisma.
La marisma es una zona donde la vida bulle: sol y calor la mayor parte del año, agua siempre, dulce y salada, y un aporte continuo de lodos constituyen condiciones excepcionales para las plantas y los animales. Hay zonas en que la vegetación se limita a una pradera de hierbas altas adaptadas a vivir dentro de la franja de mareas, pero en las zonas más elevadas, permanentemente secas, se desarrollan el matorral y el bosque.
Las praderas no forman extensiones continuas, sino que aparecen interrumpidas a cada paso por charcos o lagunas, donde viven colonias de aves. La que pudimos ver con más atención (las otras sólo de paso) es la que se extiende frente al paseo-mirador del Rocío, donde había una nutrida colonia de flamencos y otras aves que a su lado parecían enanas y que identificamos con el nombre genérico y cómico de “somormujos”.
Junto al palacio del Acebrón, en el pre-parque de Doñana, recorrimos una hermosa muestra de bosque. Primero un bosque-galería, en torno al arroyo de la Rocina: una auténtica maraña de troncos y ramas, una sombra fresca y algo sobrecogedora. En los momentos en que nos parábamos se oían ruidos que venían de lo alto del ramaje, del suelo y del agua: pájaros, reptiles, peces … por todas partes el sonido de la vida.
Después, más lejos de las orillas del arroyo, el bosque estaba formado por pinos y, sobre todo, alcornoques, algunos de ellos gigantes, de troncos gruesos y retorcidos, con su corteza de corcho. Bajo los alcornoques se extendía un denso y alto sotobosque en el que destacaban los helechos. Complejidad de la naturaleza: un árbol adaptado a los calores y sequedades del verano mediterráneo crea una sombra tan densa que, con ayuda del arroyo próximo, en ella crece una planta típica de climas frescos y húmedos. Pero lo más curioso es que en el sotobosque también había palmitos, característicos de la franja costera mediterránea peninsular, cuya presencia avisa de la proximidad de los desiertos del norte de África. En un punto del recorrido un helecho y un palmito aparecían abrazados (¿otra lucha? Las dos especies parecen tan bien adaptadas que resulta difícil predecir el resultado de ésta).
Los ríos son muy anchos en su desembocadura. No sólo interrumpen la línea de playa, sino que constituyen serios obstáculos para el transporte, de manera que o se construyen puentes gigantescos (como el de Huelva a La Rábida, sobre el río Tinto; o el de Huelva a Punta Umbría, sobre el Odiel; o el internacional sobre el Guadiana, para pasar a Portugal) o hay que dar grandes rodeos por carretera (para pasar de El Rompido a La Antilla hay que subir tierra adentro hasta Cartaya y Lepe, porque no hay puente sobre el río Piedras). Claro que hay otra alternativa, que los pueblos costeros han utilizado desde siempre: el trasbordador; aún funcionan entre Huelva y Punta Umbría y entre Ayamonte y Vila Real de Santo Antonio, que era hasta hace poco la única manera de pasar a Portugal.



1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Quė hermoso viaje aquėl! ¡Y, sobre todo, quė maravillosa compañera de viaje!