lunes, 5 de agosto de 2024

CUENTOS PARA MI HIJA


En el año 1980





Érase una vez, hace muchos, muchísimos años, un pueblecito pequeño en el que vivían un anciano de blancas barbas y su nieto. Llevaban una vida como los demás,  sencilla y sin sobresaltos.

Todas las noches se sentaban alrededor del fuego y el abuelo narraba unas historias que hacían las delicias del pequeño. Una de aquellas noches, el abuelo le explicó el por qué de los eclipses.

Según los científicos –decía-, unos hombres a los que todo el mundo puede entender, se producen al interponerse la tierra entre el sol y la luna o la luna entre el sol y la tierra, oscureciéndose, bien la luna o la tierra. Pero ellos saben que para todo hay dos explicaciones. Lo que te voy a contar muy pocos lo conocen. Escucha.

Habitaba en este paraíso la diosa Rada y los dioses Krisna y Pan, entre otros.

Rada ocultaba su belleza con un velo tejido por las ninfas que le servían y Krisna estaba enamorado de ella. Nadie conocía el rostro de Rada, pues el velo que lo cubría solo mostraba sus expresivos ojos.

 Pan también la pretendía y quería llevársela con él a otro lugar para que nadie pudiese contemplarla.

Krisna y Rada paseaban felices todos los días por aquel bellísimo espacio del que la tristeza estaba desterrada. Pan, desde lejos, los contemplaba con envidia, hasta que una noche decidió raptar a Rada y marchar con ella al fin del mundo. Se acercó silencioso al lecho de la diosa y con suavidad, para no despertarla, la tomó en sus brazos, montando en el caballo alado que se perdió con ellos en el cielo.

Pan no se dio cuenta de que el aire hizo caer el velo del rostro de Rada, quedando prendido en el desmayo que crecía junto a la orilla del manantial.

Cuando Krisna despertó y fue a buscar a su amada, encontró el lecho vacío. Pensó que habría salido a pasear. Buscó por todos los rincones del paraíso sin encontrarla, hasta que comprendió qué había sucedido. Entonces se llenó su corazón de tristeza y no cesaba de pronunciar su nombre.

Al pasar junto al desmayo, vio que algo había quedado prendido en sus ramas. Era un velo. En él había un rostro dibujado, el rostro más bello que los dioses hubiesen visto jamás. Volvió la alegría a su corazón sintiendo que algo hermoso le estaba reservado. Entonces oyó una lejana voz y quiso encontrarla. Bajó el dios a la tierra y caminó por ella durante mucho tiempo. Le sorprendió la noche y se acostó bajo un gran árbol, pensando volver a su jardín a la mañana siguiente. Al instante quedó dormido. Tan cansado estaba que los primeros rayos del sol no lograron despertarle.

Al atardecer, al abrir por fin los ojos, descubrió que una bellísima mujer le contemplaba. Era el rostro del velo. Su corazón se llenó de gozo y fue tanto su asombro que necesitó llenar sus ojos con toda la luz de la tierra que por un momento quedó en tinieblas.

Volvió todo a su ser y pidió el dios a la doncella que le acompañase. Ella aceptó, pues estaba enamorada y no quería abandonarle. Al llegar a las puertas del jardín entró Krisna primero para enseñar el camino a la muchacha, pero al volver la cabeza descubrió que se había convertido en una estatua de piedra. Su felicidad le había hecho olvidar que ningún mortal podía entrar en la morada de los dioses. La tristeza se alojó de nuevo en el corazón de Krisna.

Pasó el tiempo y el dios volvió al lugar donde conoció a tan hermosa mujer. También esta vez le sorprendió la noche quedándose dormido bajo el gran árbol.

Al amanecer despertó. La bellísima mujer, amorosamente, le contemplaba. Otra vez su corazón se llenó de gozo y toda la luz de la tierra, por un instante, se concentró en sus ojos para mirarla.

Todo volvió a su lugar y de nuevo Krisna pidió a la mujer que le acompañase, a lo que ella accedió pues se había enamorado. Llegaron a las puertas del jardín, entrando el dios primero para enseñar el camino a la mujer, pero al volver la cabeza descubrió que se había convertido en estatua de piedra.

Otra vez la tristeza de Krisna fue tan grande que acercándose al manantial, depositó en las ramas del desmayo el velo con el rostro de su amada dibujado, pues pensó que ya nunca podría encontrarla.

Pasó el tiempo y no pudiendo soportar su soledad, volvió al lugar donde por dos veces había sido tan inmensamente feliz. La noche volvió a cerrar sus ojos junto al gran árbol.

Esta ves le despertó el mediodía y era tan hermosa la mujer que le miraba, que toda la luz de la tierra se refugió en sus ojos para contemplarla. La oscuridad duró esta vez tanto tiempo que los hombres sintieron miedo en su desamparo.

Rogó el dios a la bellísima mujer que le acompañase y ella no vaciló, pues le amaba. Al llegar a las puertas del paraíso, Krisna contempló que una lágrima adornaba los dos rostros de piedra, semejantes al de la mujer que le acompañaba. La hermosa doncella susurró al dios que no dejase de mirarla y esta vez, entraron juntos en el jardín.

La mujer corrió hacia el manantial y acariciando las ramas del desmayo, recuperó su velo, pues no era otra que Rada, la diosa, que por fin había conseguido liberarse de Pan.

Krisna, radiante de felicidad, salió a contemplar las estatuas de piedra, pero éstas habían desaparecido. En su lugar únicamente quedaban dos lágrimas. Las recogió con ternura y adornó con ellas el cuello de Rada.

Desde entonces nunca han vuelto a separarse y siguen viviendo en aquel jardín del que muy pocos saben que existe.

Cada vez que hay un eclipse, el anciano de barbas blancas y el niño, saben que los dioses recuerdan el encuentro de Rada y Krisna.




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