CORRESPONSAL: Eugenio Climent
1. El paisaje
Después de varios cientos de kilómetros de autovía,
recta y monótona, la entrada a Andalucía es un auténtico tobogán: en el
desfiladero de Despeñaperros, de impresionantes paredes, se suceden las curvas
pronunciadas y las pendientes fuertes. Una ruptura tan marcada, que coge de
sorpresa, sólo puede servir para alertar al viajero de que entra en otro
territorio.
Terminada la bajada se
extiende, hasta donde la vista alcanza, un paisaje de colinas llenas de olivos
geométricamente alineados. La Depresión del Guadalquivir no es una llanura
tabular, con niveles y escalones bien marcados, como la Meseta, sino una
llanura ondulada que se va alisando paulatinamente de este a oeste hasta
convertirse, más allá de Sevilla, en un plano horizontal.
La costa de Huelva es distinta a todas las que
conocía: en primera línea, batida por las olas y sometida a mareas
pronunciadas, está la playa, una única playa larga, sólo interrumpida por las
desembocaduras de los ríos. La arena está salpicada de conchas que las mareas
empujan a tierra, escudos ya inservibles de moluscos, que el mar debe criar en
cantidades inmensas, a juzgar por la enorme cantidad de restos que hieren los
pies de quienes se atreven a andar descalzos por la arena. Cuando al atardecer
los bañistas se retiran de las playas las gaviotas ensayan la pesca lanzándose
desde varios metros de altura en picado al mar, de donde salen en vuelo rasante
con su captura en el pico (cuando hay suerte).
Detrás de la playa hay un cordón de dunas,
parcialmente colonizadas por la vegetación: cardos, retamas, enebros, jaras y
otros arbustos, coronados por pinos piñoneros, de tronco alto y copa redonda,
como una sombrilla. Hay una lucha evidente: las plantas, adaptadas a vivir con
la estrechez de recursos que ofrecen las arenas, intentan inmovilizar las dunas
con sus raíces, que funcionan como redes que sujetan el terreno, pero el viento
del mar empuja la arena hacia el interior persistentemente; en algunos lugares
se ven pinos semienterrados, atestiguando la dureza de esta lucha, su larga
duración y su incierto resultado.
Las carreteras están trazadas, por lo general, detrás
del cordón de dunas, lejos de esta pugna, de manera que, a diferencia de otras
zonas de España, quien viaja por la costa rara vez ve el mar, aunque se
encuentra a pocos metros de él (como ocurre, por ejemplo, entre Isla Cristina y
La Antilla o entre Mazagón y Matalascañas). Cuando los ingenieros torpes, quizá
impulsados por los políticos listos, han construido la carretera por delante de
las dunas (como ocurre entre las playas de la Bota y el Portil, en Punta
Umbría), los coches son avisados de peligro de deslizamiento, pero no por el
hielo, sino por la arena que invade la carretera.
La invisibilidad del mar, no obstante, queda
compensada por el conjunto que ofrecen el azul del cielo, el verde de los pinos
y el blanco ceniciento de la arena.
Por detrás del cordón de dunas se extiende la marisma:
un terreno liso en el que el agua y la tierra están completamente imbricados:
los ríos y arroyos aportan agua dulce y lodos que se van acumulando en las
desembocaduras, ganándole terreno al mar, que contraataca cuando sube la marea
aportando agua salada. Esta otra lucha la gana la tierra: la ley de la gravedad
juega a su favor. Hay pruebas sobradas del retroceso del mar:
-
Las marismas del Guadalquivir, donde se ubica el
Parque Nacional del Coto de Doñana, eran en época romana un lago o albufera.
-
Colón inició el viaje del descubrimiento de América en
el puerto de Palos de la Frontera, que hoy se encuentra muy lejos del río Tinto
(aguas arriba del cual, por cierto, está San Juan del Puerto: ¿Acaso el nombre
indica la existencia en otros tiempos de un puerto practicable?).
-
Isla Cristina en el siglo XVIII respondía a lo que su
nombre indica. Ya no es una isla, pero se nota que lo fue: nada más atravesar
Pozo del Camino la carretera parece un pasillo flotante tendido en la marisma.
La marisma es una zona donde la vida bulle: sol y
calor la mayor parte del año, agua siempre, dulce y salada, y un aporte
continuo de lodos constituyen condiciones excepcionales para las plantas y los
animales. Hay zonas en que la vegetación se limita a una pradera de hierbas
altas adaptadas a vivir dentro de la franja de mareas, pero en las zonas más elevadas,
permanentemente secas, se desarrollan el matorral y el bosque.
Las praderas no forman extensiones continuas, sino que
aparecen interrumpidas a cada paso por charcos o lagunas, donde viven colonias
de aves. La que pudimos ver con más atención (las otras sólo de paso) es la que
se extiende frente al paseo-mirador del Rocío, donde había una nutrida colonia
de flamencos y otras aves que a su lado parecían enanas y que identificamos con
el nombre genérico y cómico de “somormujos”.
Junto al palacio del Acebrón,
en el pre-parque de Doñana, recorrimos una hermosa muestra de bosque. Primero
un bosque-galería, en torno al arroyo de la Rocina: una auténtica maraña de
troncos y ramas, una sombra fresca y algo sobrecogedora. En los momentos en que
nos parábamos se oían ruidos que venían de lo alto del ramaje, del suelo y del
agua: pájaros, reptiles, peces … por todas partes el sonido de la vida.
Después, más lejos de las orillas del arroyo, el
bosque estaba formado por pinos y, sobre todo, alcornoques, algunos de ellos
gigantes, de troncos gruesos y retorcidos, con su corteza de corcho. Bajo los
alcornoques se extendía un denso y alto sotobosque en el que destacaban los
helechos. Complejidad de la naturaleza: un árbol adaptado a los calores y
sequedades del verano mediterráneo crea una sombra tan densa que, con ayuda del
arroyo próximo, en ella crece una planta típica de climas frescos y húmedos.
Pero lo más curioso es que en el sotobosque también había palmitos,
característicos de la franja costera mediterránea peninsular, cuya presencia
avisa de la proximidad de los desiertos del norte de África. En un punto del
recorrido un helecho y un palmito aparecían abrazados (¿otra lucha? Las dos
especies parecen tan bien adaptadas que resulta difícil predecir el resultado
de ésta).
Los ríos son muy anchos en su desembocadura. No sólo
interrumpen la línea de playa, sino que constituyen serios obstáculos para el
transporte, de manera que o se construyen puentes gigantescos (como el de
Huelva a La Rábida, sobre el río Tinto; o el de Huelva a Punta Umbría, sobre el
Odiel; o el internacional sobre el Guadiana, para pasar a Portugal) o hay que
dar grandes rodeos por carretera (para pasar de El Rompido a La Antilla hay que
subir tierra adentro hasta Cartaya y Lepe, porque no hay puente sobre el río
Piedras). Claro que hay otra alternativa, que los pueblos costeros han
utilizado desde siempre: el trasbordador; aún funcionan entre Huelva y Punta
Umbría y entre Ayamonte y Vila Real de Santo Antonio, que era hasta hace poco
la única manera de pasar a Portugal.