martes, 7 de abril de 2015

UN VIAJE A HUELVA en el 2003



CORRESPONSAL: Eugenio Climent





2. Los pueblos

Punta Umbría aún tiene un cierto aire de pueblo pesquero, visible en algunas casitas bajas próximas al puerto, pero difuminado casi por completo por el estandarizado paisaje del turismo de masas: hoteles, edificios de apartamentos, urbanizaciones de adosados o de chalets exentos. Lo mismo se aprecia en Mazagón o en Isla Cristina.

Moguer es otra cosa. Fuimos allí por ser el pueblo de Juan Ramón Jiménez y la verdad es que, aunque no lo hubiéramos sabido, nos habríamos enterado enseguida, porque sus habitantes lo han llenado de placas con sus versos, señalando al visitante los lugares que menciona en “Platero y yo”.
Entramos en Moguer desde la carretera de San Juan del Puerto y aparcamos cerca de una iglesia cuya torre me recordó a la Giralda. Unos días después me sorprendió leer lo que de ella escribió Juan Ramón: “La torre del pueblo, coronada de refulgentes azulejos, cobraba, en el levantamiento de la hora punta, un aspecto monumental. Parecía de cerca, como una Giralda vista de lejos” (Juan Ramón Jiménez: Platero y yo, XXII). Cuando habla un poeta lo mejor que podemos hacer los demás es tomarle prestadas las palabras con todo nuestro agradecimiento.
Como cuando dice que “Moguer es igual que un pan de trigo, blanco por dentro, como el migajón, y dorado en torno -¡oh sol moreno!- como la blanda corteza” (Juan Ramón Jiménez: Platero y yo, XXXVIII). Un pueblo de calles estrechas y casas blancas (que obligan a llevar gafas de sol a quienes tienen los ojos demasiado sensibles a la luz) con puertas de madera, que les dan un aire elegante, casi señorial, se podría decir, si se comparan con la vulgar carpintería de aluminio generalizada por todas partes.
El poeta no elude hablar de los niños pobres que poblaban sus calles, de la ignorancia de la gente, de su crueldad con los animales o de las enfermedades debidas en parte a la pobreza y a la ignorancia. Sin duda se alegraría de ver lo que ha cambiado su pueblo en este aspecto.
Naturalmente fuimos a la casa donde nació y vivió sus primeros años, en la calle de la Ribera, convertida hoy en museo y centro de estudios dedicado al poeta. La visita me enseñó cosas que no sabía de él: su carácter depresivo, que le hizo pasar algunas temporadas en hospitales, el orden riguroso con que organizaba su trabajo (se conservan cajas numeradas y etiquetadas, donde guardaba sus manuscritos) y su afición a la pintura: me gustó mucho un cuadro suyo que allí conservan, en el que el verde de un ciprés, el blanco de una casa y el azul del cielo condensan maravillosamente el paisaje de Moguer.
Comimos en la taberna de los Raposo, un sitio barato y con personalidad. Unos días después la lectura me proporcionó otra sorpresa: ¿son estos Raposo de la taberna descendientes de aquel Raposo que ayudó a Juan Ramón a quitarle a Platero una sanguijuela de la boca? (Juan Ramón Jiménez: Platero y yo, XXXV).
La visita a Moguer terminó en el cementerio: allí buscamos y encontramos la tumba de Juan Ramón Jiménez y su mujer, Zenobia Camprubí. La despedida fue un hasta siempre, porque he vuelto a leer “Platero y yo”, libro que formó parte de mis lecturas infantiles y que ha sido ahora un auténtico descubrimiento.

El Rocío es otro pueblo con personalidad. Al borde de las marismas del Coto de Doñana, entre arenales, parece un poblado del oeste (de los de la frontera con Méjico): casas blancas, de una planta, alineadas en calles anchas y polvorientas, sin asfaltar. Si no fuera por los coches aparcados, uno no se sorprendería de ver aparecer por allí a una banda de pistoleros con sombrero mejicano.
Allí está el santuario de la Virgen del Rocío, la Reina de las Marismas, la Blanca Paloma. Al verla no entendí por qué, cuando se celebra la romería, todo el mundo grita “guapa, guapa”; ¿será que la ven de lejos? El día que hicimos nuestra “peregrinación” no había apenas gente, pero parecía planteado todo como un negocio (“venta oficial de artículos rocieros”, casetas de la hermandad de tal y cual): incluso nos metieron un buen clavo al pagar la comida en un chiringuito.

De Huelva sólo tuvimos fugaces impresiones al circunvalarla varias veces durante nuestra estancia. Pero las periferias urbanas son todas iguales: las mismas rotondas, los mimos polígonos industriales, los mismos bloques de viviendas.
Una noche entramos en la ciudad para cenar y subimos al Conchero, desde donde tuvimos una espléndida visión de la ría del Odiel al atardecer. Después de cenar estuvimos en una plaza del centro, junto a la catedral, pero nada nos llamó la atención.
Eso sí, ¡vaya cena! Empezamos con unas gambas blancas de Huelva acompañadas con un vino blanco del Condado, bien fresquito; luego seguimos con unos entremeses de cerdo ibérico y una pimentá, y terminamos con un suculento plato de carne pata negra (esta vez el vino fue tinto y de la Ribera del Duero; es una pena que los andaluces no hagan buenos vinos para acompañar esas espléndidas carnes). El sitio no podía tener un nombre más adecuado: “Mar y Sierra”. La próxima vez que vaya a Huelva haré lo posible por visitar la sierra.


Por decir que estuvimos en Portugal cruzamos el puente internacional de Ayamonte y nos acercamos al primer pueblo portugués, que se llama Castro Marim. En la parte más alta tiene un castillo (seguramente para vigilar los movimientos del otro lado de la frontera, de donde en otros tiempos podía venir el peligro), que estaban cerrando cuando llegamos nosotros, así que no pudimos verlo. No nos entretuvimos mucho, lo suficiente para comprobar que las casas se diferencian de las del lado español en que a la cal blanca le superponen franjas de pintura de colores, lo que les da un aire más colorista (y quizá más cursi).

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