martes, 22 de octubre de 2024

CARTA CON FRANCISCO CARRASQUER EN EL 2008

 





Zaragoza 7 de mayo 2008

 

Querido Francisco. Me gusta reflexionar con los amigos. 

La edad, cumplir años, no me ha incomodado nunca. La madurez se acomoda en el tiempo y le imprime ritmo. Caminar se llena de alegría y el paso militar necesario en un primer momento, se convierte en danza. Evaporado el miedo ya no es su batuta quien domina, sino un pentagrama de latidos que reproduce la partitura vital en la que todos los seres humanos, todos, creamos la banda sonora de esta película que es la vida. ¿Espectador? El destino que enmudece y aplaude eternamente. 

            Pero no todo el mundo lo vive así, y hay razones para ello. 

            Hay muchos niños que no pueden serlo.  

 Ramón tenía mal genio. Era el abuelo de Guille, el hijo de unos íntimos amigos. En el año 1998 le escribí esta carta. 

“Érase una vez, mi querido Guille, un niño al que le crecieron los años. (Sólo los años).

          Ocurrió así porque le obligaron (diremos las circunstancias) a vivir las penas de sus mayores. Ocuparse de duros trabajos y obligaciones impropias de su edad, que no le permitieron jugar. Jugar en el más amplio sentido de la palabra.

          El juego es el mundo en el que el niño crece, activa todas sus potencias vitales y se desarrolla armoniosamente. Pero si no lo hace, lo único que avanza y se amontona es el tiempo.

          Eso le pasó a este niño.

          Los días se fueron acumulando y en un abrir y cerrar de ojos, como si fuera una broma del destino, se encontró con casi noventa años.

          Veía a su alrededor niños como él, pero guapos, vitales y, sobre todo, jóvenes. Y él no se reconocía en aquella fea imagen que le devolvían los espejos. Esta situación le irritaba y, peor aún, le daba miedo.

          ¿Alguien entendía su enfado?   No.

Los demás interpretaban que era insolente, impertinente, caduco, que ya no quería participar en el emocionante juego de la vida y le dejaban solo.

 Es ésta una difícil situación, y voy a dejar que el final lo cuentes tú. (También puedes ponerle nombre a ese niño).

Seguro que éste no es el último cuento que escribamos a medias.  Un especial abrazo”.

 

                                                           Gracias, Francisco, por este café y otro abrazo

 







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