domingo, 14 de septiembre de 2014

Leyendo a ANA NOTIVOLI







Dos menos cuarto de la madrugada. 

Como cada noche desde hace un tiempo, Sofía pega la cara a los cristales de su ventana y piensa que si no fuera por las cuatro farolas que iluminan levemente la plaza daría miedo estar en ella, además hoy llueve y el cielo esta negro, muy negro.
Sabe que tiene que salir, bajar a la plazuela donde la hojarasca movida por el viento baila su particular danza de la muerte. Mira una vez más al exterior pero sin ver. O sí. Desde el centro de la arboleda cree ver unas sombras y se le congela el aliento. Eso es el miedo que no le deja razonar con claridad, pero si de algo está segura es de que él la protegerá. Se coloca el gorro que compró en el rastro y  lentamente se pone el abrigo. Hay que taparse, la noche es fría.
Cierra despacio la puerta de su casa, no son horas para hacer ruidos y despacio, sin prisa, camina hacia el ascensor. Cuarenta y cinco segundos en llegar a la entrada del edificio, nada y nadie tampoco en la glorieta.
Todo está en silencio. Sofía se encoje en su abrigo y se apoya contra la pared del edificio tapándose la espalda. Así, si  aparece alguien por detrás, no podrá sorprenderla.
Está harta de ser la guardiana, la niñera de él, si no fuera porque ha aprendido a quererle y se sabe correspondida… Ella siempre se opuso a su presencia y por eso la tacharon de egoísta, ahora no le queda más que aguantarse y esperar que termine pronto. El frío no sabe de cariños.
Una noche más, Sofía engancha la correa al collar que rodea la cabeza de su perro. Lo sujeta, ya ha hecho todo, así que saca las llaves del portal, sube en el ascensor, abre la puerta de su piso y piensa que mañana será otra noche.   

                                Ana Notivoli –febrero 2014



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