jueves, 23 de abril de 2015

CARTA DE UNA AMIGA. 10 de mayo del 2000



El día está lleno de sol y sombras, la inestabilidad temporal cala los huesos y no sabes como terminará el día, las niñas están alteradas y yo agotada. Es primavera.

He leído despacio "El tango con Darío". Me gusta sobre todo la estructura, la forma de acercarte al tango. Primero, a través de la gente más cercana y querida. Después, la reflexión sobre la danza (el medio de la liberación) para entrar poco a poco en el tango, sus silencios y sus figuras. Brillante, sí, me gusta.

No sé si te das cuenta, pero las palabras que más utilizas son: tango, silencio y vigilia. Fíjate creo que son los pilares de toda tu historia, de ese AMOR al tango lleno de silencios, acariciando un sueño donde la felicidad existe. Es delicioso.

Hay dos "historias breves" que me han gustado especialmente "La distancia". Es perfecto tu estudio de espacio. Sintetizas en cuatro renglones lo que todos pretendemos y pocas veces logramos. "La distracción". Es un juego de pasiones y realidades. Muy bien descrita. Ese enfado inicial la hace cercana y entrañable, ese "parón" de la realidad se ve muy cerca.

También he leído el libro de cuentos que me regalaste. Duele mucho, llega a las entrañas. No me gusta que me alteren el pasado, es lo único que permanece... Bueno, a todo esto, está bien, pero prefiero no tener que analizar lo que tenía tan claro, que era transparente.

Un abrazo.

miércoles, 15 de abril de 2015

domingo, 12 de abril de 2015

EL CIELO ES EQUILIBRIO







El poder por el poder complica lo sencillo.

Sencillo es que si se dice: “Dios es absolutamente bueno” no haya que rogarle que “lo sea”.

Que si Dios ha creado el mundo “a su imagen y semejanza”, este mundo no será imperfecto.

Que si Dios tiene “poder absoluto sobre todas las cosas” no habrá creado un diablo que le haga la competencia.

Por esas razones no escucho a quienes hablan en nombre de Dios. Prefiero hacerlo directamente a través de ese altavoz que es la bondad del equilibrio.

Cuando consigo encontrarlo en mí, me encuentro en el cielo y estoy en paz porque en ese cielo no sobra nadie.


QUERIDO FRANCIS SPUFFORD




Queridos Ateos - Francis Spufford
El País - 23.05.14




He leído con mucho interés su artículo “Queridos ateos”.

Yo no “creo” en “Dios”, pero tampoco pertenezco a ese grupo hostil que menciona en los últimos párrafos de su interesante reflexión. Tampoco hubiera respondido en los mismos términos que estoy haciendo si usted fuera uno de esos creyentes intolerantes que envían al infierno a quienes no comulgan con su dios.

Cuando yo era pequeña en mi mundo existían las hadas, los monstruos, los dragones, los príncipes, Dios.

Crecí y fui incorporando en mi día a día todos aquellos aspectos que se reflejaban en el espejo vital de mi imaginación, partiendo desde el suelo de la razón hasta el cielo de la conciencia.

Ahora sé que esta vida, la mía, narrada por mí, con principio y final, es solo una parte del TODO. Que mi relativo está integrado en ese absoluto al que de niña decía “divino”.

Tengo la certeza de que mi visión es buena porque no deja a nadie fuera y a la única que puedo juzgar, exigir, reprender, castigar, es a mí.


Además esta visión me lleva a la idea de que la historia de este mundo, tiene una explicación bondadosa a la que todos, al final, tenemos acceso y aplaudimos por ser una obra perfecta en la que todos somos UNO.

Muchas gracias por provocar una conversación tan interesante.
María Bernad
Zaragoza (España)







viernes, 10 de abril de 2015

ELECCIONES






(Julia Corcuera)



Se elige a uno de nosotros para dirigir. Hasta ese instante somos todos iguales.

En el momento que el cargo alguien lo ocupa, empezamos a exigirle resultados.

También puede ser que exigimos porque no nos exigen, es decir, no cuentan con nosotros en el buen trazado de ese viaje para el que todos tenemos billete.

Lo sencillo será que actuemos como exigimos que actúen los demás.





miércoles, 8 de abril de 2015

ZAPATITO DE DAMA




Quien bien aprende, se enseña.













martes, 7 de abril de 2015

UN VIAJE A HUELVA en el 2003



CORRESPONSAL: Eugenio Climent





2. Los pueblos

Punta Umbría aún tiene un cierto aire de pueblo pesquero, visible en algunas casitas bajas próximas al puerto, pero difuminado casi por completo por el estandarizado paisaje del turismo de masas: hoteles, edificios de apartamentos, urbanizaciones de adosados o de chalets exentos. Lo mismo se aprecia en Mazagón o en Isla Cristina.

Moguer es otra cosa. Fuimos allí por ser el pueblo de Juan Ramón Jiménez y la verdad es que, aunque no lo hubiéramos sabido, nos habríamos enterado enseguida, porque sus habitantes lo han llenado de placas con sus versos, señalando al visitante los lugares que menciona en “Platero y yo”.
Entramos en Moguer desde la carretera de San Juan del Puerto y aparcamos cerca de una iglesia cuya torre me recordó a la Giralda. Unos días después me sorprendió leer lo que de ella escribió Juan Ramón: “La torre del pueblo, coronada de refulgentes azulejos, cobraba, en el levantamiento de la hora punta, un aspecto monumental. Parecía de cerca, como una Giralda vista de lejos” (Juan Ramón Jiménez: Platero y yo, XXII). Cuando habla un poeta lo mejor que podemos hacer los demás es tomarle prestadas las palabras con todo nuestro agradecimiento.
Como cuando dice que “Moguer es igual que un pan de trigo, blanco por dentro, como el migajón, y dorado en torno -¡oh sol moreno!- como la blanda corteza” (Juan Ramón Jiménez: Platero y yo, XXXVIII). Un pueblo de calles estrechas y casas blancas (que obligan a llevar gafas de sol a quienes tienen los ojos demasiado sensibles a la luz) con puertas de madera, que les dan un aire elegante, casi señorial, se podría decir, si se comparan con la vulgar carpintería de aluminio generalizada por todas partes.
El poeta no elude hablar de los niños pobres que poblaban sus calles, de la ignorancia de la gente, de su crueldad con los animales o de las enfermedades debidas en parte a la pobreza y a la ignorancia. Sin duda se alegraría de ver lo que ha cambiado su pueblo en este aspecto.
Naturalmente fuimos a la casa donde nació y vivió sus primeros años, en la calle de la Ribera, convertida hoy en museo y centro de estudios dedicado al poeta. La visita me enseñó cosas que no sabía de él: su carácter depresivo, que le hizo pasar algunas temporadas en hospitales, el orden riguroso con que organizaba su trabajo (se conservan cajas numeradas y etiquetadas, donde guardaba sus manuscritos) y su afición a la pintura: me gustó mucho un cuadro suyo que allí conservan, en el que el verde de un ciprés, el blanco de una casa y el azul del cielo condensan maravillosamente el paisaje de Moguer.
Comimos en la taberna de los Raposo, un sitio barato y con personalidad. Unos días después la lectura me proporcionó otra sorpresa: ¿son estos Raposo de la taberna descendientes de aquel Raposo que ayudó a Juan Ramón a quitarle a Platero una sanguijuela de la boca? (Juan Ramón Jiménez: Platero y yo, XXXV).
La visita a Moguer terminó en el cementerio: allí buscamos y encontramos la tumba de Juan Ramón Jiménez y su mujer, Zenobia Camprubí. La despedida fue un hasta siempre, porque he vuelto a leer “Platero y yo”, libro que formó parte de mis lecturas infantiles y que ha sido ahora un auténtico descubrimiento.

El Rocío es otro pueblo con personalidad. Al borde de las marismas del Coto de Doñana, entre arenales, parece un poblado del oeste (de los de la frontera con Méjico): casas blancas, de una planta, alineadas en calles anchas y polvorientas, sin asfaltar. Si no fuera por los coches aparcados, uno no se sorprendería de ver aparecer por allí a una banda de pistoleros con sombrero mejicano.
Allí está el santuario de la Virgen del Rocío, la Reina de las Marismas, la Blanca Paloma. Al verla no entendí por qué, cuando se celebra la romería, todo el mundo grita “guapa, guapa”; ¿será que la ven de lejos? El día que hicimos nuestra “peregrinación” no había apenas gente, pero parecía planteado todo como un negocio (“venta oficial de artículos rocieros”, casetas de la hermandad de tal y cual): incluso nos metieron un buen clavo al pagar la comida en un chiringuito.

De Huelva sólo tuvimos fugaces impresiones al circunvalarla varias veces durante nuestra estancia. Pero las periferias urbanas son todas iguales: las mismas rotondas, los mimos polígonos industriales, los mismos bloques de viviendas.
Una noche entramos en la ciudad para cenar y subimos al Conchero, desde donde tuvimos una espléndida visión de la ría del Odiel al atardecer. Después de cenar estuvimos en una plaza del centro, junto a la catedral, pero nada nos llamó la atención.
Eso sí, ¡vaya cena! Empezamos con unas gambas blancas de Huelva acompañadas con un vino blanco del Condado, bien fresquito; luego seguimos con unos entremeses de cerdo ibérico y una pimentá, y terminamos con un suculento plato de carne pata negra (esta vez el vino fue tinto y de la Ribera del Duero; es una pena que los andaluces no hagan buenos vinos para acompañar esas espléndidas carnes). El sitio no podía tener un nombre más adecuado: “Mar y Sierra”. La próxima vez que vaya a Huelva haré lo posible por visitar la sierra.


Por decir que estuvimos en Portugal cruzamos el puente internacional de Ayamonte y nos acercamos al primer pueblo portugués, que se llama Castro Marim. En la parte más alta tiene un castillo (seguramente para vigilar los movimientos del otro lado de la frontera, de donde en otros tiempos podía venir el peligro), que estaban cerrando cuando llegamos nosotros, así que no pudimos verlo. No nos entretuvimos mucho, lo suficiente para comprobar que las casas se diferencian de las del lado español en que a la cal blanca le superponen franjas de pintura de colores, lo que les da un aire más colorista (y quizá más cursi).

lunes, 6 de abril de 2015

UN VIAJE A HUELVA en el 2003



CORRESPONSAL: Eugenio Climent





1. El paisaje

Después de varios cientos de kilómetros de autovía, recta y monótona, la entrada a Andalucía es un auténtico tobogán: en el desfiladero de Despeñaperros, de impresionantes paredes, se suceden las curvas pronunciadas y las pendientes fuertes. Una ruptura tan marcada, que coge de sorpresa, sólo puede servir para alertar al viajero de que entra en otro territorio.
Terminada la bajada se extiende, hasta donde la vista alcanza, un paisaje de colinas llenas de olivos geométricamente alineados. La Depresión del Guadalquivir no es una llanura tabular, con niveles y escalones bien marcados, como la Meseta, sino una llanura ondulada que se va alisando paulatinamente de este a oeste hasta convertirse, más allá de Sevilla, en un plano horizontal.

La costa de Huelva es distinta a todas las que conocía: en primera línea, batida por las olas y sometida a mareas pronunciadas, está la playa, una única playa larga, sólo interrumpida por las desembocaduras de los ríos. La arena está salpicada de conchas que las mareas empujan a tierra, escudos ya inservibles de moluscos, que el mar debe criar en cantidades inmensas, a juzgar por la enorme cantidad de restos que hieren los pies de quienes se atreven a andar descalzos por la arena. Cuando al atardecer los bañistas se retiran de las playas las gaviotas ensayan la pesca lanzándose desde varios metros de altura en picado al mar, de donde salen en vuelo rasante con su captura en el pico (cuando hay suerte).

Detrás de la playa hay un cordón de dunas, parcialmente colonizadas por la vegetación: cardos, retamas, enebros, jaras y otros arbustos, coronados por pinos piñoneros, de tronco alto y copa redonda, como una sombrilla. Hay una lucha evidente: las plantas, adaptadas a vivir con la estrechez de recursos que ofrecen las arenas, intentan inmovilizar las dunas con sus raíces, que funcionan como redes que sujetan el terreno, pero el viento del mar empuja la arena hacia el interior persistentemente; en algunos lugares se ven pinos semienterrados, atestiguando la dureza de esta lucha, su larga duración y su incierto resultado.
Las carreteras están trazadas, por lo general, detrás del cordón de dunas, lejos de esta pugna, de manera que, a diferencia de otras zonas de España, quien viaja por la costa rara vez ve el mar, aunque se encuentra a pocos metros de él (como ocurre, por ejemplo, entre Isla Cristina y La Antilla o entre Mazagón y Matalascañas). Cuando los ingenieros torpes, quizá impulsados por los políticos listos, han construido la carretera por delante de las dunas (como ocurre entre las playas de la Bota y el Portil, en Punta Umbría), los coches son avisados de peligro de deslizamiento, pero no por el hielo, sino por la arena que invade la carretera.
La invisibilidad del mar, no obstante, queda compensada por el conjunto que ofrecen el azul del cielo, el verde de los pinos y el blanco ceniciento de la arena.

Por detrás del cordón de dunas se extiende la marisma: un terreno liso en el que el agua y la tierra están completamente imbricados: los ríos y arroyos aportan agua dulce y lodos que se van acumulando en las desembocaduras, ganándole terreno al mar, que contraataca cuando sube la marea aportando agua salada. Esta otra lucha la gana la tierra: la ley de la gravedad juega a su favor. Hay pruebas sobradas del retroceso del mar:
-         Las marismas del Guadalquivir, donde se ubica el Parque Nacional del Coto de Doñana, eran en época romana un lago o albufera.
-         Colón inició el viaje del descubrimiento de América en el puerto de Palos de la Frontera, que hoy se encuentra muy lejos del río Tinto (aguas arriba del cual, por cierto, está San Juan del Puerto: ¿Acaso el nombre indica la existencia en otros tiempos de un puerto practicable?).
-         Isla Cristina en el siglo XVIII respondía a lo que su nombre indica. Ya no es una isla, pero se nota que lo fue: nada más atravesar Pozo del Camino la carretera parece un pasillo flotante tendido en la marisma.
La marisma es una zona donde la vida bulle: sol y calor la mayor parte del año, agua siempre, dulce y salada, y un aporte continuo de lodos constituyen condiciones excepcionales para las plantas y los animales. Hay zonas en que la vegetación se limita a una pradera de hierbas altas adaptadas a vivir dentro de la franja de mareas, pero en las zonas más elevadas, permanentemente secas, se desarrollan el matorral y el bosque.
Las praderas no forman extensiones continuas, sino que aparecen interrumpidas a cada paso por charcos o lagunas, donde viven colonias de aves. La que pudimos ver con más atención (las otras sólo de paso) es la que se extiende frente al paseo-mirador del Rocío, donde había una nutrida colonia de flamencos y otras aves que a su lado parecían enanas y que identificamos con el nombre genérico y cómico de “somormujos”.
Junto al palacio del Acebrón, en el pre-parque de Doñana, recorrimos una hermosa muestra de bosque. Primero un bosque-galería, en torno al arroyo de la Rocina: una auténtica maraña de troncos y ramas, una sombra fresca y algo sobrecogedora. En los momentos en que nos parábamos se oían ruidos que venían de lo alto del ramaje, del suelo y del agua: pájaros, reptiles, peces … por todas partes el sonido de la vida.
Después, más lejos de las orillas del arroyo, el bosque estaba formado por pinos y, sobre todo, alcornoques, algunos de ellos gigantes, de troncos gruesos y retorcidos, con su corteza de corcho. Bajo los alcornoques se extendía un denso y alto sotobosque en el que destacaban los helechos. Complejidad de la naturaleza: un árbol adaptado a los calores y sequedades del verano mediterráneo crea una sombra tan densa que, con ayuda del arroyo próximo, en ella crece una planta típica de climas frescos y húmedos. Pero lo más curioso es que en el sotobosque también había palmitos, característicos de la franja costera mediterránea peninsular, cuya presencia avisa de la proximidad de los desiertos del norte de África. En un punto del recorrido un helecho y un palmito aparecían abrazados (¿otra lucha? Las dos especies parecen tan bien adaptadas que resulta difícil predecir el resultado de ésta).
Los ríos son muy anchos en su desembocadura. No sólo interrumpen la línea de playa, sino que constituyen serios obstáculos para el transporte, de manera que o se construyen puentes gigantescos (como el de Huelva a La Rábida, sobre el río Tinto; o el de Huelva a Punta Umbría, sobre el Odiel; o el internacional sobre el Guadiana, para pasar a Portugal) o hay que dar grandes rodeos por carretera (para pasar de El Rompido a La Antilla hay que subir tierra adentro hasta Cartaya y Lepe, porque no hay puente sobre el río Piedras). Claro que hay otra alternativa, que los pueblos costeros han utilizado desde siempre: el trasbordador; aún funcionan entre Huelva y Punta Umbría y entre Ayamonte y Vila Real de Santo Antonio, que era hasta hace poco la única manera de pasar a Portugal.



miércoles, 1 de abril de 2015

CARTAS EN JUNIO DE 2003





Me trae Paula una seta que Josemari ha modelado ¿para mi?

La escucho y traduzco en ella una cierta expresión de esfuerzo, de lucha. Se diría que algún golpe ha recibido.

Si fuera animal (me dice) sería una jirafa y si hombre, un poco terco manteniendo sus posturas. Pero está hecha de una madera fuerte, y la fuerza es sinónimo de vida.

Enamorarse significa encontrar en el otro nuestro lado oculto. Vernos enteros, plenos.

A partir de ahí, lo que hagamos será responsabilidad nuestra. Ya no podremos echar fuera unas culpas que a nadie corresponden.

¿A qué edad dejamos lo infantil para cuidar al niño que nunca debemos perder de vista? ¿Por qué normas se guía la inocencia?

La vida es un juego, un serio juego, en el que el secreto está en hacer lo que nos dice Juan Ramón: "no tocarla".





Un beso