Dos menos
cuarto de la madrugada.
Como cada noche desde hace un tiempo, Sofía pega la cara a los cristales de su ventana y piensa que si no fuera por las cuatro farolas que iluminan levemente la plaza daría miedo estar en ella, además hoy llueve y el cielo esta negro, muy negro.
Como cada noche desde hace un tiempo, Sofía pega la cara a los cristales de su ventana y piensa que si no fuera por las cuatro farolas que iluminan levemente la plaza daría miedo estar en ella, además hoy llueve y el cielo esta negro, muy negro.
Sabe que
tiene que salir, bajar a la plazuela donde la hojarasca movida por el viento
baila su particular danza de la muerte. Mira una vez más al exterior pero sin
ver. O sí. Desde el centro de la arboleda cree ver unas sombras y se le congela
el aliento. Eso es el miedo que no le deja razonar con claridad, pero si de
algo está segura es de que él la protegerá. Se coloca el gorro que compró en el
rastro y lentamente se pone el abrigo.
Hay que taparse, la noche es fría.
Cierra
despacio la puerta de su casa, no son horas para hacer ruidos y despacio, sin
prisa, camina hacia el ascensor. Cuarenta y cinco segundos en llegar a la
entrada del edificio, nada y nadie tampoco en la glorieta.
Todo está
en silencio. Sofía se encoje en su abrigo y se apoya contra la pared del
edificio tapándose la espalda. Así, si
aparece alguien por detrás, no podrá sorprenderla.
Está harta
de ser la guardiana, la niñera de él, si no fuera porque ha aprendido a
quererle y se sabe correspondida… Ella siempre se opuso a su presencia y por
eso la tacharon de egoísta, ahora no le queda más que aguantarse y esperar que
termine pronto. El frío no sabe de cariños.
Una noche
más, Sofía engancha la correa al collar que rodea la cabeza de su perro. Lo
sujeta, ya ha hecho todo, así que saca las llaves del portal, sube en el
ascensor, abre la puerta de su piso y piensa que mañana será otra noche.
Ana Notivoli –febrero 2014
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