jueves, 10 de enero de 2019

CONVERSACIONES CON NIEVE ANDREA





Cuando descubrí el autismo, me llamó la atención que quien lo era, parecía una persona “normal”. No había signos externos que advirtieran de esa diferencia como ocurre, por ejemplo, con en el síndrome de Down.

Esta reacción no deja de ser un prejuicio. Uno de tantos con los que intentamos protegernos (de nuestra ignorancia).

Autismo, Down  o cualquier otra diferencia, son “estados” a los que deberíamos intentar llegar rompiendo las fronteras del miedo. Descubrir lo que se oculta bajo ese disfraz nos completaría las claves necesarias para entrar en la conciencia colectiva.

Cada uno tiene un recorrido distinto porque está situado en las coordenadas requeridas para que todo esté en su sitio.

A una persona que le falten los brazos no le puedes exigir que “coja la taza de café con elegancia”, pero puede ser un elegante ser humano.

A quien no sabe leer estaría mal que le obligases a aceptar las condiciones escritas en un documento. Pero esa laguna en su desarrollo, no significa que no tenga claras las ideas.

Ser ciego no supone que no pueda leer. Perfectamente a través del tacto.

Ser mudo no impide transmitir emociones.

La falta de capacidad para ponernos en el lugar de los otros es también una incapacidad natural y mucho más peligrosa.

Cada uno llegamos a este mundo con lo que caracteriza nuestro personaje. El conflicto empieza cuando a la ignorancia la dispara el miedo. A partir de ahí la historia es demoledora. Pero volvamos al comienzo.

El autismo se debería contemplar desde dos polos opuestos.

Uno de ellos como lupa para entender (además del comportamiento personal de quien lo es), las reacciones socialmente aceptadas y que son similares a las que diagnosticamos como enfermedad.

El otro contemplando con el cristal de la inocencia el paisaje humano del autista que tenemos delante (o cualquiera que sea diferente y al que ocultan los prejuicios).

Por esa ceguera podemos perder unos valores que tardaremos mucho tiempo en recuperar.

Menos mal que Kronos tiene paciencia búdica.





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