Los maestros tienen algo especial.
Esa relación con niños y
adolescentes imprime carácter. Estar en la "sala de máquinas"
psíquica, acompañar y servir de faro en los primeros pasos, convierte al
educador en una de las figuras clave en el desarrollo personal.
Todos hemos conocido a alguien que cuenta
cómo el estímulo de su profesor fue decisivo en el reconocimiento de sus
cualidades. Pero esto sería especial para quienes están cerca de ellos, es
decir, para los alumnos.
Lo llamativo de quien, por vocación, se
dedicó a la enseñanza, está en la variedad de cuerdas vitales que activó y que,
como un encaje de bolillos, trenzaron unos complejos entramados que llevan la
impronta, el perfume, de las manos que combinaron esos hilos.
De ese perfume hablo.
Aparentemente se les fue su vida en la de
los demás, en un caminar sin retorno. Y este "vacío" les hace
aparecer, en cierta manera, tristes.
Sin embargo, cuando pasa por su lado
un determinado aroma, son los primeros en abrir la puerta de su hospitalidad.
Siempre tienen lumbre en su hogar y un trozo de hogaza para acoger, una
vez más, la alegría que se fue.
Porque se fue, nada más que para
tener la dicha de volver a encontrarse consigo misma.