miércoles, 11 de noviembre de 2020

EL BOLERO DE RAVEL

 






                                                                      Cómo vi ese concierto

 

 

       Suena la joven orquesta nacional interpretando el Bolero de Ravel.

 

       En la última fila fagotes, trombos y trompetas esperan el momento para subrayar el ascenso conseguido. La percusión interviene reconduciendo la melodía que por un momento parecía querer volar. El latido de un poderoso corazón devuelve la pasión a su cauce y da comienzo otra frase.

Pero yo no estoy fina.

 

       El volumen se me hace insoportable porque algo ha ocurrido. Una de estas primeras notas tropezó en el estribo de mi oído que a su vez golpeó al martillo. Éste explicitó una sonora protesta por considerarse el único con capacidad de golpear, para lo cual derribó a un asustadizo yunque que cayó por el caracol y ya no hubo escalera capaz de rescatarle.

       En esas condiciones acústicas no podía unirme a la opinión general que expresaba alegría porque esa joven orquesta hubiese dejado de ser una promesa. Si ellos habían conseguido lo que prometieron, a mí ¿qué me pasaba?

 

Interpretaron a Ravel en la segunda parte.

 

       No era un buen apoyo (en mi caso) para reflexionar, por muy cerca que estuviera este compositor de los meditativos. Pero no quise dar la nota y aproveche el comienzo de aquel, casi imperceptible temblor de los palillos para intentar localizar, como un zahorí, el origen de tamaño desajuste.

 

En tono tranquilo, desarrolló la frase un instrumento de viento

 

       Una de las valiosas aportaciones que hace Matilde Ras al mundo grafológico es incorporar al pensamiento interpretativo el símbolo del aire. (Respiran los óvalos abiertos mostrando confianza en sí mismos).

Yo estaba cerrada

 

       Seguía el concierto. Una vez más, escuchamos ese corto y reiterativo pasaje musical, reforzado, esta vez, por las cuerdas que parecían decirme: "el mal genio aparece como un dique en tu puerta".  Y yo, como defensa, me distraía.

       La orquesta subía, poco a poco, el tono. La partitura no era tal, sino un mensaje monocorde que no dejaba escapar a nadie de su disciplina. Todos tenían que decir lo mismo aumentando proporcionalmente el volumen.

       Cuando los de la última fila se resarcieron, haciéndome oír en unos pocos, pero fortísimos compases, todo lo que no habían hablado hasta entonces, creí no poder contenerme. Fue un esfuerzo no chillar ¡basta! ¡no puedo más!

 

       Pero ese esfuerzo abrió una puerta. Salió, como alma que lleva el diablo, un no sé qué, pero que me permitió escuchar el agradecimiento general a nuestra joven orquesta. Las manos revoloteaban y no sabría decir si el aire fresco que se respiraba salía de aquel palmoteo o de las abiertas sonrisas que manifestaban su aprobación por ese sobresaliente concierto.

 

Desde hoy escucharé a Ravel con otros ojos.


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