Te contaré un recuerdo de mi niñez. De pequeña los disgustos acababan en lloro “hipado”. No me gustaba nada. Me preguntaba por qué no podían discurrir mis lágrimas serenamente. Tenía la sensación de que el problema tropezaba con ese “hipo” descontrolado y era más difícil salir del conflicto. Finalmente pude llorar silenciosamente y se lo agradecí a mi naturaleza.
Otro de mis sueños (oníricos) fue éste: “Estaba agotada. Apenas podía levantarme de la cama, pero tenía que atender a mis dos niños. Un amigo que estaba a mi lado (desconocido en la vigilia) me dijo: “Tranquila, yo me ocupo de ellos. Cuando te repongas deberás hacerte cargo de lo que te corresponde, incluido este momento”. Me desperté tranquila.
Las miserias de los demás sólo resultan insoportables porque descubren las propias. Pero en el cálido hogar del amigo podemos desnudarnos, proyectarnos. Nos permite, por un momento, transferirle nuestra sombra.
Amigo es aquél que afronta su soledad y desde ese heroísmo puede darnos cobijo con la absoluta seguridad de que mantendremos intacta su independencia.
En la danza de la Amistad, cada uno está siempre en el lugar que le corresponde.
(Manuel Muñoz)
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