En la actualidad hay múltiples formas de vivir en “familia” y ya no es necesario casarse para tener unos derechos y deberes como ciudadan@s. Esta madurez social ha provocado que los sentimientos aumenten su protagonismo y ocupen los primeros puestos en las necesidades personales. Ser feliz es prioritario.
Felicidad es una palabra ambiciosa. Nos habla de bondad, equilibrio, sabiduría… y es lógico que pretendamos alcanzarla. Abrirle la puerta no es fácil porque tiene una llave (clave) distinta, única, para cada uno de nosotros, con la originalidad de que la reconocemos únicamente cuando ella nos encuentra y predecible: el encuentro siempre se produce en el mismo sitio, en el centro de nosotros mismos.
Caminamos solos, pero la empatía con los demás nos ofrece un hospitalario y sorprendente lugar. En el instante que aceptamos al otro tal cual es, desaparece la frontera en una comunión que nos identifica como si fuéramos uno solo y nuestra conciencia se amplía. Volvemos a empezar un nuevo ciclo en esa espiral de nuestra biografía más maduros y por ello más sensibles a cualquier aspecto feliz o doloroso.
Tener conciencia de que nuestro yo ha crecido junto a todos aquellos que nos ofrecieron su compañía, su amor, su amistad y guardarles ese lugar para siempre, aunque ya no lo puedan o quieran ocupar, es un paso difícil pero imprescindible para vernos completos. Habrá que superar la imagen deformada que nos presentará la soledad o el abandono, pero es fundamental no caer en esa trampa. Seguiremos el consejo de Tagore: “Si lloras por haber perdido el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas”.
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