Una velada elevada al cubo
Intento describir mi desierto e
irresistiblemente se me viene a la mente la sobrecogedora descripción que hizo
Sábato en el final del Informe sobre
ciegos, de Sobre héroes y tumbas,
una curiosa y extraña metáfora sobre el mal. Lo voy a escribir por si no lo
conocieras y así lo exorcizo de mi cabeza (escribo de memoria).
Tras perderse, huyendo de los
ciegos, en las grutas subterráneas en las que se filtraban las aguas que
corrían por las cloacas de Buenos aires, alcanza una inmensa llanura
subterránea, en el fondo de la cual divisa a duras penas una lejanísima ciudad
amurallada, en cuyo centro sobresale una especie de ídolo altísimo de piedra,
de cuya boca emanaba una especie de luz fosforescente que pulsa lentamente. Y
entre él y la ciudad, en una extensión de tres días de distancia ve lo
siguiente:
Creo recordar un húmedo y turbulento paisaje de aquellos que imaginamos
en periodos arcaicos de nuestro planeta, entre grandes helechos. Una luna
turbia y radiactiva iluminaba un mar de sangre que lamía playas amarillentas. Y
más allá de esas playas se extendían inmensos pantanos, en los que flotaban
aquellas mismas Victorias Regias que había visto en mi otro sueño.
Como un centauro
en celo corrí, por aquellos arenales ardientes, hacia una mujer de piel negra y
ojos violetas que me esperaba aullando hacia la luna. Todavía veo su boca y su
sexo abiertos y sangrantemente rojos. Entré con furia en esa deidad y entonces
sentí que era un volcán de carne hirviente, cuyas fauces me devoraban, y cuyas
entrañas llegaban al centro de la tierra. Todavía sus fauces estaban chorreando
mi sangre cuando esperaban, aullando, un nuevo ataque. Como un unicornio
lúbrico corrí por los arenales ardientes hacia la mujer de piel negra y ojos
violetas que me esperaba aullando hacia la luna. Nuevamente sentí que era un
volcán de carne, cuyas fauces me devoraban y cuyas entrañas, llameantes,
llegaban al centro de la tierra. Y
todavía estaban sus fauces chorreando mi sangre cuando ya me precipitaba
nuevamente sobre ella.
Fui entonces
sátiro gigante, rata fálica, serpiente que recorría las arenas sigilosas y
eléctricas (...) Y siempre para ser devorado (...) Hasta que se desencadenó una
espantosa tormenta... Entre fuertes relámpagos, miles de seres se mezclaban
conmigo en medio de la lluvia de sangre. Miembros sueltos, fetos y abortos
(...) En medio de la confusión, entre oscuros clamores, temblaba todo aquel
escenario arcaico, azotado por la tempestad, furiosamente barrido por el
huracán de sangre...Hasta que la funesta luna radiactiva estalló como un fuego
de artificio. Pedazos, como chispas cósmicas, se precipitaron incendiándolo
todo a su paso (...)
Un poco exagerada e impudorosa,
espero que no te haya molestado. Pero en cualquier caso, la imagen es
sorprendente y sobrecogedora.
Comparado con esto, mi visión es
desde luego casi aburrida:
Un desierto liso y profundo,
turbulento pero por el que se puede andar. Hacia el horizonte de poniente, el
suelo se pliega formando líneas de montañas. Se adivinan pasos ascendentes
entre picos. Duro, áspero y extremo, no es un lugar para dormirse, pero te obliga
a mantener la atención, y entonces, si la mantienes, se convierte en un lugar
tratable como otros, incluso entrañable, por su misterio y su belleza
solitaria. Muy iluminado, el cielo es azul profundo y hay grandes contrastes
entre las luces y las sombras. Los colores varían entre el amarillo siena a los
rojos naranjas, de los que hay grandes vetas. Algunos matorrales pequeños y retorcidos surgen de
las grietas del terreno. Algunas arañas e insectos se esconden a veces a
nuestro paso. Alrededor de los picos lejanos, se forman anillos de nubes. El
cielo está limpio. Hay marcas en el suelo de antiguas caravanas, que se alejan
hacia el paso lejano.
El cubo es un oscuro bloque de
basalto que se ha desprendido de antiguas emanaciones volcánicas. En medio de
la llanura, algo enterrado por su base, me gustaría que fuese rojo oscuro, con
manchas negras polvorientas del basalto, pero inevitablemente, la profunda
oscuridad del basalto se impone en casi todas sus caras. De unos diez metros de
altura y pesadísimo (el basalto es dos veces y media más pesado que le
granito), ha resistido las tormentas de arena durante milenios, y seguirá ahí
mil años después que todos nosotros.
Gentes desconocidas o, quien
sabe, quizás un antiguo ermitaño, ha excavado peldaños rudimentarios sobre su
superficie, para subir arriba y habitarlo, quizás para avistar bandoleros en la
distancia, o quizás para meditar mirando los pasos de montaña.
Un caballo aparece en lo lejano,
evitando las zonas arenosas. Es rojizo también, como un hijo de la tierra.
Crispado por la falta de verde, confía sin embargo en quien lo lleva. Nunca
hubiera venido solo a ese lugar, como ningún animal que no sea un hombre. Pero
el que lo guía tiene una voluntad muy fuerte. Y en compañía mutua, ambos hace
tiempo que dejaron de temer los viajes. Pasarán cerca de la mole de basalto. El
caballo guarda en su cuerpo la memoria de todas las distancias del desierto. A
veces también sueña, y son sueños mucho más corporales que los del dueño que le
guía.
Cuando el viento se levanta, lo
hace en todo el frente, en un tsunami de aire y polvo.
No es polvo sino arena lo que
vuela bajo y nos golpea. A nuestros pies , ruedan insectos y piedras pequeñas
de granito. Un leve manto de arcilla lejana va cubriéndonos sin prisa. Casi es
mejor dejarse enterrar, salvo la boca y los ojos.
Es como una lluvia intensa a la
que es inútil oponerse. La avalancha pasará y, mientras tanto, es mejor sentir
los granos bañando hasta los huecos más íntimos del cuerpo.
Mis ojos y mi boca no soportan
tanta intimidad, y buscan la alianza de los tejidos de algodón que me cubren:
Las mismas fibras que fueron arrojadas por una flor, para que volaran con el
viento. El algodón conoce bien al viento y a la lluvia y también conoce bien a
los humanos. Y traduce los unos a los otros.
Voy haciéndome un hueco interior
en la duna que se forma en torno mío, para no perder los brazos y las piernas.
Sin ellos, el desierto dejaría de ser un lugar de paso para mí; y quedarse en
él, es hacerlo para siempre.
Me pregunto, ¿cómo no hay una
duna de arena tras el bloque de basalto? Quizás el viento sea un viajero sin
preferencias, al contrario que nosotros.
Las flores van conmigo, o esperan
en semillas sepultadas a que aparezca el agua, dormidas durante años. Son la
voluntad de atraer que no es consciente de que quiere. Por eso su hermosura es
doble y difícil de refutar. Algunas personas son como flores.
Pocas flores son como personas. Y
los insectos son como personas, pues aman las flores y los olores y los
colores.
El recuerdo verdadero más
antiguos que tengo de mi infancia (no el recuerdo de que recordé, o el falso
recuerdo que surge de una foto tuya, sino una auténtica imagen desde dentro) es
el de un montículo de suelo cubierto de hierba verde, del que salían decenas de
margaritas iluminadas por un sol brillante, en un huerto que tuvo la casa de
mis padres en Huelva hasta que yo tuve 4 años. Yo debía de tener tres o quizás
cuatro años. Sólo tengo otros dos recuerdos más que sean tan antiguos como ese.
En todos ellos aparece el intensísimo sol de la mañana andaluza. En todos ellos
estoy descubriendo algo nuevo. Y el recuerdo citado es el primero en el que soy
consciente y así lo recuerdo, del estado de felicidad. Era una felicidad sin
connotaciones de ninguna clase, casi prosaica en su serenidad. Con el aire y la
luz entrando por las oquedades de mi cuerpo y bañando las fosas nasales, los
oídos, la garganta, los pliegues de las articulaciones y los ojos. La paz era
completa y ese cuerpo pequeño que era yo estaba sentado sobre el trono de la
existencia. Tras ese recuerdo, comprenderás que las flores forman parte de los
aliados que acompañan mi vida, y por ello tengo el deber de protegerlas y no me
atrevería a decir nada que pueda dañar su reputación.
Las flores te llaman a gritos a
través de los sentidos, sin que se entienda nunca completamente qué es lo que
quieren decirte exactamente. Steve Wonder también lo cree así y adelanta la
teoría de que "sus hojas son antenas dirigidas hacia las estrellas".
Pudiera ser, aunque no estoy seguro.
El único peligro que les veo a
las flores es el de ser tan llamativas: La llamada te agarra tan fuertemente
que puedes quedarte pegado a ella, sin comprender que están señalando a otro
sitio, como el dedo que señala a la luna. Y que señalan a otro lugar es algo de
lo que estoy casi seguro. Pero es un lugar que aún no he encontrado, como la
antigua ciudad de Shambala, situada "hacia el sol del Gran Oeste".
Otra cosa que me produce una ligera desconfianza es su éxito tan desproporcionado: desde que aparecieron, todas las plantas vivas han echado flores! Salvo las coníferas, que no han conseguido seducir a los insectos y siguen confiando en sus semillas llevadas por el viento. Pero las coníferas sólo abundan en climas donde no hay insectos. Y tal capacidad de seducción (sobre las otras plantas, sobre todos los insectos, sobre todos los humanos...) me parece un poquitín impudorosa y descocada. Pero quizás es que yo tengo un poco de prevención, injustificada en este caso, contra lo impudoroso.
Un antropólogo conocido, no
recuerdo ahora quién, decía en una entrevista que su lugar favorito para retirarse a vivir sería
uno donde viviese gente tranquila que amasen las flores. Algo tienen las flores
desde luego.
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