Así lo vi, lo vimos, todos los que en ese momento caminábamos por el Coso, cerca de La Magdalena.
Paré a mirar si alguien lo esperaba y eché en falta a su madre. ¿Dónde estaba? ¿No había nadie cerca? ¿De quién era aquella criatura de poco más de tres años?
Yo tenía prisa. Precisamente iba a desayunar con mi madre y no podía hacerle esperar. Lamenté la situación de aquel pequeño, pero no hice nada más.
Los años vuelan y sin saber cómo, se multiplican.
El autobús es un medio de transporte que uso todos los días. Alguna vez aprovecho y leo (si el ambiente lo permite) y eso estaba haciendo cuando subieron cuatro muchachos adolescentes. Había asientos libres y los ocuparon de manera desordenada. Voces altas y risotadas, junto a unos ineducados modales que en un instante rompieron la paz y sublevaron a los pocos pasajeros que viajábamos en ese momento.
Un caballero se quejó amargamente de la juventud. Levanté la vista con intención de recriminarles y lo que vi me devolvió al pasado.
Uno de ellos era él. Aquel pequeño con 10 años más de desamparo y protegido por otras tantas capas de insolencia.
Cambie la mirada por una interrogación. ¿Sólo esto? ¿Nada más que un poco de molestia en mi confortable vida? ¿No vas a echarme en cara que no ayudé a educarte, ni compartí contigo la seguridad que da un abrazo? ¿Qué no avisé a nadie para que te acogiera?
Bajé del autobús avergonzada, pero tenía prisa y el trabajo esperaba.
Desde ese día, cada vez que oigo hablar de juicios a menores me siento responsable. Deberían juzgarme a mí con ellos para que haya justicia y no paguen más de lo que ya han pagado.
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