Paseando llegó hasta un lago. Tenía sed y al inclinarse para beber vio reflejado en sus aguas el bello rostro de una doncella. Quiso acariciarla, pero el tierno movimiento de su mano atrapó, inesperadamente, un pez. ¡Por favor, amigo mío, regrésame al río. Todavía no es mi hora! Conmovido, renunció a su presa y en el instante en que la dejaba libre, un diamante ocupó su mano.
El recuerdo de aquel tristísimo ruego le acompañó durante varios días: (¡…por favor, todavía no es mi hora!)
Al atardecer se encontró frente a una montaña. El sendero, los árboles, el río eran los mismos pero nunca había reparado en aquel nuevo elemento. Caminó y caminó, hasta que una voz lejana detuvo su marcha. Parecía una mujer pidiendo auxilio y acudió al ruego. Inesperadamente se halló dentro de una cueva absolutamente oscura, que le impresionó. Tuvo miedo.
Poco a poco fue matizándose aquella negrura. Un débil resplandor se enroscó en el diamante que adornaba su mano y multiplicó la luz de tal manera que un filo dorado condujo a nuestro héroe fuera de la caverna.
La montaña había desaparecido y en su lugar yacía derrotado un impresionante dragón. A su lado una dichosa mujer ofrecía triunfante su espada.
Pero, en mala hora, un sentimiento desconocido le invadió, obligándole a levantar el acero. Celebró envanecido la que creía su hazaña, sin reconocer, siquiera por un instante a su portadora. En ese momento la mujer desapareció y el arma, en otro momento diamantina, ahora lóbrega e inquietante, le mostró un paisaje desolador.
Desde entonces el hombre busca a su amada, herido por una inmensa e inconsolable pena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario