En el año 1980
Érase una vez, hace muchos,
muchísimos años, un pueblecito pequeño en el que vivían un anciano de blancas
barbas y su nieto. Llevaban una vida como los demás, sencilla y sin sobresaltos.
Todas las noches se sentaban
alrededor del fuego y el abuelo narraba unas historias que hacían las delicias
del pequeño. Una de aquellas noches, el abuelo le explicó el por qué de los
eclipses.
Según los científicos –decía-,
unos hombres a los que todo el mundo puede entender, se producen al
interponerse la tierra entre el sol y la luna o la luna entre el sol y la
tierra, oscureciéndose, bien la luna o la tierra. Pero ellos saben que para
todo hay dos explicaciones. Lo que te voy a contar muy pocos lo conocen.
Escucha.
Habitaba en este paraíso la diosa
Rada y los dioses Krisna y Pan, entre otros.
Rada ocultaba su belleza con un
velo tejido por las ninfas que le servían y Krisna estaba enamorado de ella. Nadie
conocía el rostro de Rada, pues el velo que lo cubría solo mostraba sus
expresivos ojos.
Pan también la pretendía y quería llevársela
con él a otro lugar para que nadie pudiese contemplarla.
Krisna y Rada paseaban felices
todos los días por aquel bellísimo espacio del que la tristeza estaba
desterrada. Pan, desde lejos, los contemplaba con envidia, hasta que una noche
decidió raptar a Rada y marchar con ella al fin del mundo. Se acercó silencioso
al lecho de la diosa y con suavidad, para no despertarla, la tomó en sus brazos,
montando en el caballo alado que se perdió con ellos en el cielo.
Pan no se dio cuenta de que el
aire hizo caer el velo del rostro de Rada, quedando prendido en el desmayo que
crecía junto a la orilla del manantial.
Cuando Krisna despertó y fue a
buscar a su amada, encontró el lecho vacío. Pensó que habría salido a pasear.
Buscó por todos los rincones del paraíso sin encontrarla, hasta que comprendió
qué había sucedido. Entonces se llenó su corazón de tristeza y no cesaba de
pronunciar su nombre.
Al pasar junto al desmayo, vio
que algo había quedado prendido en sus ramas. Era un velo. En él había un
rostro dibujado, el rostro más bello que los dioses hubiesen visto jamás.
Volvió la alegría a su corazón sintiendo que algo hermoso le estaba reservado.
Entonces oyó una lejana voz y quiso encontrarla. Bajó el dios a la tierra y
caminó por ella durante mucho tiempo. Le sorprendió la noche y se acostó bajo
un gran árbol, pensando volver a su jardín a la mañana siguiente. Al instante
quedó dormido. Tan cansado estaba que los primeros rayos del sol no lograron
despertarle.
Al atardecer, al abrir por fin
los ojos, descubrió que una bellísima mujer le contemplaba. Era el rostro del
velo. Su corazón se llenó de gozo y fue tanto su asombro que necesitó llenar
sus ojos con toda la luz de la tierra que por un momento quedó en tinieblas.
Volvió todo a su ser y pidió el
dios a la doncella que le acompañase. Ella aceptó, pues estaba enamorada y no
quería abandonarle. Al llegar a las puertas del jardín entró Krisna primero
para enseñar el camino a la muchacha, pero al volver la cabeza descubrió que se
había convertido en una estatua de piedra. Su felicidad le había hecho olvidar
que ningún mortal podía entrar en la morada de los dioses. La tristeza se alojó
de nuevo en el corazón de Krisna.
Pasó el tiempo y el dios volvió
al lugar donde conoció a tan hermosa mujer. También esta vez le sorprendió la
noche quedándose dormido bajo el gran árbol.
Al amanecer despertó. La
bellísima mujer, amorosamente, le contemplaba. Otra vez su corazón se llenó de
gozo y toda la luz de la tierra, por un instante, se concentró en sus ojos para
mirarla.
Todo volvió a su lugar y de nuevo
Krisna pidió a la mujer que le acompañase, a lo que ella accedió pues se había
enamorado. Llegaron a las puertas del jardín, entrando el dios primero para
enseñar el camino a la mujer, pero al volver la cabeza descubrió que se había
convertido en estatua de piedra.
Otra vez la tristeza de Krisna
fue tan grande que acercándose al manantial, depositó en las ramas del desmayo
el velo con el rostro de su amada dibujado, pues pensó que ya nunca podría encontrarla.
Pasó el tiempo y no pudiendo
soportar su soledad, volvió al lugar donde por dos veces había sido tan
inmensamente feliz. La noche volvió a cerrar sus ojos junto al gran árbol.
Esta ves le despertó el mediodía
y era tan hermosa la mujer que le miraba, que toda la luz de la tierra se
refugió en sus ojos para contemplarla. La oscuridad duró esta vez tanto tiempo
que los hombres sintieron miedo en su desamparo.
Rogó el dios a la bellísima mujer
que le acompañase y ella no vaciló, pues le amaba. Al llegar a las puertas del
paraíso, Krisna contempló que una lágrima adornaba los dos rostros de piedra,
semejantes al de la mujer que le acompañaba. La hermosa doncella susurró al
dios que no dejase de mirarla y esta vez, entraron juntos en el jardín.
La mujer corrió hacia el
manantial y acariciando las ramas del desmayo, recuperó su velo, pues no era
otra que Rada, la diosa, que por fin había conseguido liberarse de Pan.
Krisna, radiante de felicidad,
salió a contemplar las estatuas de piedra, pero éstas habían desaparecido. En
su lugar únicamente quedaban dos lágrimas. Las recogió con ternura y adornó con
ellas el cuello de Rada.
Desde entonces nunca han vuelto a
separarse y siguen viviendo en aquel jardín del que muy pocos saben que existe.
Cada vez que hay un eclipse, el
anciano de barbas blancas y el niño, saben que los dioses recuerdan el
encuentro de Rada y Krisna.
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