Nietzsche podía provocar cuando exclamaba: ¡Yo doy a cada cual lo mío! porque él no era un hombre sino “dinamita”.
Un hombre tan humano que antes de tener la victoria asegurada estaba dispuesto a romper sus límites y dar su apellido a cualquier fruto nacido de su obra.
En una de esas batallas se rompió, pero nos dejó su vida.
¿Qué es lo mío?
¿Qué pretendemos cuando queremos que se acepte lo nuestro?
Si me veo obligada a aceptar lo que no es mío, la violencia ejercida anulará la capacidad fecundadora característica de las ideas y mi tiempo psíquico estará distraído en la empresa de echar al invasor. No podré encontrarme hasta recuperar del exilio ese aspecto desplazado por la ocupación “enemiga”.
Compartir nuestras certezas desde el respeto al “saber” del otro, es hospitalario. Esa paz no tiene nada que ver con lo que significan aquellas ruidosas ruedas de molino de quien se empeña en colocarlas donde sea, comprendiendo que su propietario lo hace porque tampoco puede asimilarlas y necesita compañía.
La verdad no está sometida a la voluntad. La verdad es libre porque “es” y en su nombre nadie tiene autorización para decidir quien está o no en ella.
Únicamente los hechos son capaces de identificar claramente dónde se encuentra.
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