La percusión se impuso con un protagonismo que no le correspondía.
Debido a la descarada rotundidad con la que intervenían platillos, bombos y castañuelas, los demás instrumentos parecían avergonzados.
Los violines se vieron afectados por este ambiente y bajaron el tono. El saxo entró desafinando. Las cuerdas pasaron el testigo al piano que también falló. Su ejecutante pulsaba las teclas con una vanidad a la que no estaban acostumbradas y la música salía envuelta en un rumor desagradable.
Por fin el oboe.
Fue una intervención pequeña, pero suficiente para animar. ¡Así, así! decían con su silencio los animosos espectadores intentando profundizar con él en la partitura.
Pero quien dirigía no era el público, sino aquel señor situado en dirección contraria a la orquesta y en su batuta faltaba la altura que da la pasión.
Faltaba y la encontramos en el patio de butacas.
Aplaudimos a todos aquellos jóvenes (director incluido), por haberlo intentado. No estaban obligados a más. Sustituyeron a quien falló y agradecimos que no nos dejasen sin concierto.
Hicieron un bis.
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