Respira hondo (aquí venía el nombre del autor), que de más hondo aún viene tu dicha.
Qué pena quererte tanto, qué pena; pero qué alegría también tener esta pena.
Este hombre, el mejor que he conocido, podría haber sido tuyo.”
La diferencia en decir “tuyo” a “tu yo” es fundamental. Mi yo solo espera reconocerse en mí para no invadir el espacio de los demás. Si yo hubiera sido tú no habría para mí felicidad posible.
Tuyo debiste ser tú y no pudo ser.
Estoy segura de que ya lo has comprendido todo. Para la conciencia universal tú también eres imprescindible. En este final pudiste respirar con la hondura debida.
Yo nunca he dejado de ser feliz.
Para mí
¡Eso lo dices sólo para seguir hablando!, replicó un amigo haciéndonos reímos a todos, incluido el autor de esa frase.
Esta anécdota le define bien. Hablaba mucho y exponía ideas interesantes, pero había un error en el planteamiento que invalidaba el enunciado.
Nos habíamos reunido para conversar entre todos, no como espectadores.
Repetía hasta la saciedad que la discusión era lo interesante, la actividad más sana y vital, lo mejor que podíamos hacer, pero adolecía de lo fundamental: el valor de escuchar. Valor para entrar en lo desconocido.
Nadie (presumía) le había ganado nunca. Y era verdad. Nadie pudo derribar esa muralla y entrar en el auténtico Darío.
Pero el final está por escribir. Dariuco dejó muchas pistas para que Darío lo encontrase.
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