lunes, 27 de enero de 2014

LA MUERTE


Me sorprendió su muerte. Ella era de esas personas a quienes la edad no escribe en el rostro. Su aspecto juvenil contrastaba con el atrevimiento de un maquillaje que solo pretendía mostrar que estaba de fiesta. O por lo menos quería estarlo y para eso bromeaba alguna vez con el alcohol y conmigo. ¡Solo una copa! le imponía mi afecto y ella aceptaba de buen grado para corresponder a él.

Casada con un italiano estaban preparando un viaje para conocer a su familia. A solo quince días de esta fiesta se marchó.

Para sus compañeros fue doloroso. No sabíamos nada de aquel infarto cerebral que la mantuvo ingresada unos días y por ello no habíamos podido hacernos a la idea de que estaba en peligro. Bruno sin embargo, estuvo en todo el proceso y el final aparecía como el cese de un sufrimiento. Esto explica por qué se mostraba más cansado que triste (aunque lloraba).

Recuerdo que en el tanatorio busqué un momento que no invadiese la intimidad de una pena compartida con los más cercanos y le abracé. Tuve la sensación de obligarle al duelo, pero guardé para mí esa impresión y le manifieste mi pena. Era un martes.

Al día siguiente comenzaban los carnavales y para sorpresa de todos Bruno nos acompañó como espectador. Todo el mundo habló con él y se alegró de aquella decisión que expresaba un talante animoso. El jueves, además de venir a la fiesta, bailó. Si dijera que esta naturalidad en aceptar la muerte de su esposa sorprendió más que la muerte misma no exageraría.

“El final es lo único cierto de esta vida” dicen las sentencias, porque todos llevamos la fecha de caducidad escrita en un lugar al que solo accedes cuando te mueres, y algún día leeremos esa fecha. Para ese trance la sociedad tiene un protocolo establecido con el que pasar juntos ese oscuro pasillo. El llanto, el velatorio, el entierro, el luto. Son movimientos adictivos que nos libran de la ansiedad que produce no saber qué es eso de la muerte.

Yo, que he sido cadáver para otros, sé de qué hablo.

No sé nada de ellos. Sí que he conocido historias en las que uno de los dos murió (sentimentalmente) para el otro y el que todavía seguía enamorado tuvo que vivir ese duelo en la más absoluta soledad porque nadie se dio cuenta de esa tragedia.

Cuando el amor pasa hay que irse con él. Pero esta sociedad tiene unos protocolos establecidos para no dejar pasar la soledad. El matrimonio, los hijos, el piso, el coche, las cenas de navidad.

Pero que no sintamos la pérdida al mismo tiempo que los demás rompe los esquemas y nos deja un vacío que estamos obligados a llenar.


En 1984 me pregunté:

Nos inquieta la muerte, ¿pero de qué vida?




...

2 comentarios:

Nieve Andrea dijo...

Pero cuando es real, no existe caducidad...

María dijo...

Caducidad en el sentido de dejar espacio para que el otro cuente su realidad.

Al final descubrimos que el final es una ilusión del tiempo que no quiere que le abandonemos para no dejar de ser tiempo.

El tiempo es solo una dimensión de la conciencia.