(E.T.E.)
Hace
muchos, muchos años, en un pequeño pueblo vivió un labrador que era dueño de la
mayor parte de las tierras de aquella comarca.
En
tiempo de cosecha le molestaba ver merodear a los animales y no podía soportar
que comiesen grano o cualquier fruto de sus campos. Por esta razón decidió
colocar un espantapájaros.
Plantó
una cruz echa de dos delgados troncos. Lo vistió con uno de sus trajes viejos y
rellenó el interior con paja. Por cabeza le puso una hermosa calabaza, y le dibujó
una boca abierta como si gritase: ¡fuera! Por nariz una zanahoria, una hilera
de granos de maíz a modo de dientes, dos bellotas por ojos y unas orejas
dibujadas con granos de trigo. De su espalda colgó un pequeño recipiente con
aceite. Finalmente le añadió una manzana
por corazón.
¡Trabaja
y no dejes que me roben! fue su orden.
Realmente
asustaba y los animales evitaban acercarse a los campos, pero el hambre pudo
más.
Se
le dirigió un educado conejo pidiéndole permiso para llevarse una zanahoria de
las muchas que allí había. ¡No puedes tocar nada! ¡Estoy aquí para eso! … pero…
sí puedes llevarte mi nariz. El emocionado conejo la cogió y le dio las gracias.
Unos
cuantos gorriones observaron la escena y decidieron acercarse. ¡Necesitamos
paja para hacer nuestros nidos! ¿Qué podemos hacer? ¡¡No pisar un milímetro de
los campos!! ¡Estoy aquí para evitarlo! … pero … podéis llevaros mi interior.
Un montón de nidos fueron construidos con aquel tesoro.
Distintas
especies de pájaros se fueron apropiando, con su permiso, de los dientes y las
orejas. ¡Qué no oiga tocar nada del amo que os muerdo!
Llegó
también un pequeño jabalí, asustado. Le miró, abrió la boca y en ella cayeron
las dos bellotas que en el rostro del espantapájaros hacían de ojos. ¡Véte, tus
padres te están buscando, gritó!
Se
acercó una lechuza. “He oído hablar de ti. Estoy sedienta y sé que puedes darme
un poco de aceite”.
Por
la noche refrescaba. Un andrajoso mendigo le quitó el traje a nuestro “asustador”.
Era mucho mejor que el suyo. Se lo puso rápidamente y le dio las gracias por
ello.
Amaneció.
No imagináis qué dijo el labrador cuando llegó a su huerto y vio los restos de
lo que fue su espantapájaros. Quedaban dos palos y la manzana-corazón. La cogió
y comió con rabia, insultando a todo bicho viviente.
Empezó
a llover, pero el cielo estaba despejado y sin nubes. Solo llovía en los ojos
del labrador. Su corazón se fue poco a poco alimentando de aquella humanidad de
la que estaba anémico y le invadió un ejército de bondad. Poco a poco desapareció un mal carácter y
amaneció su inteligencia.
No
sé cual fue su destino, pero imagino un final sorprendente.
Y
colorín colorado, este cuento no ha acabado.
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