lunes, 9 de octubre de 2023

CUENTO EL ESPANTAPÁJAROS

 




(E.T.E.)


Hace muchos, muchos años, en un pequeño pueblo vivió un labrador que era dueño de la mayor parte de las tierras de aquella comarca.

 

En tiempo de cosecha le molestaba ver merodear a los animales y no podía soportar que comiesen grano o cualquier fruto de sus campos. Por esta razón decidió colocar un espantapájaros.

 

Plantó una cruz echa de dos delgados troncos. Lo vistió con uno de sus trajes viejos y rellenó el interior con paja. Por cabeza le puso una hermosa calabaza, y le dibujó una boca abierta como si gritase: ¡fuera! Por nariz una zanahoria, una hilera de granos de maíz a modo de dientes, dos bellotas por ojos y unas orejas dibujadas con granos de trigo. De su espalda colgó un pequeño recipiente con aceite.  Finalmente le añadió una manzana por corazón.

 

¡Trabaja y no dejes que me roben! fue su orden.

 

Realmente asustaba y los animales evitaban acercarse a los campos, pero el hambre pudo más.

 

Se le dirigió un educado conejo pidiéndole permiso para llevarse una zanahoria de las muchas que allí había. ¡No puedes tocar nada! ¡Estoy aquí para eso! … pero… sí puedes llevarte mi nariz. El emocionado conejo la cogió y le dio las gracias.

 

Unos cuantos gorriones observaron la escena y decidieron acercarse. ¡Necesitamos paja para hacer nuestros nidos! ¿Qué podemos hacer? ¡¡No pisar un milímetro de los campos!! ¡Estoy aquí para evitarlo! … pero … podéis llevaros mi interior. Un montón de nidos fueron construidos con aquel tesoro.

 

Distintas especies de pájaros se fueron apropiando, con su permiso, de los dientes y las orejas. ¡Qué no oiga tocar nada del amo que os muerdo!

 

Llegó también un pequeño jabalí, asustado. Le miró, abrió la boca y en ella cayeron las dos bellotas que en el rostro del espantapájaros hacían de ojos. ¡Véte, tus padres te están buscando, gritó!

 

Se acercó una lechuza. “He oído hablar de ti. Estoy sedienta y sé que puedes darme un poco de aceite”.

 

Por la noche refrescaba. Un andrajoso mendigo le quitó el traje a nuestro “asustador”. Era mucho mejor que el suyo. Se lo puso rápidamente y le dio las gracias por ello.

 

Amaneció. No imagináis qué dijo el labrador cuando llegó a su huerto y vio los restos de lo que fue su espantapájaros. Quedaban dos palos y la manzana-corazón. La cogió y comió con rabia, insultando a todo bicho viviente. 

 

Empezó a llover, pero el cielo estaba despejado y sin nubes. Solo llovía en los ojos del labrador. Su corazón se fue poco a poco alimentando de aquella humanidad de la que estaba anémico y le invadió un ejército de bondad.  Poco a poco desapareció un mal carácter y amaneció su inteligencia.

 

No sé cual fue su destino, pero imagino un final sorprendente.

 

Y colorín colorado, este cuento no ha acabado.

 


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